Le lanza una pelota al niño de la orilla y sabe que jamás podrá atraparla. Sabe que está fuera de su alcance y, sin embargo, risa; sonidos guturales que escarban en la arena de su estómago igual que esas navajas enterradas; igual que los moluscos, pequeños y brillantes, que levantan sus pompas como ideas.

Avanza por su espalda, la pelota, y deja que se marche.
El niño reconoce el horizonte y ya no es una línea peligrosa, es algo más amable, como una cremallera de algodón por la que el cielo engulle las tormentas.


Ilustración J.E. Izco Reina
TextoMaría Alcantarilla

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