El Último Trabajo de Hércules

Ilustración: David Rendo
Texto: Tamara García

Como si aferrándose a su espada fuera a cortar el dolor en dos, HERcules retorcía sus manos en la empuñadura mientras el Oráculo se recreaba en su espalda.

–Si no lo veo no lo creo, la hija de Zeus, predilecta del trueno de Tebas, la semidiosa más fornida de toda la galaxia, la recién salvadora de Nueva Wisconsin, con su frente perlada de esfuerzo y dolor por una simple aguja. Si no lo veo no lo creo… Aunque –musitó con autocompadecimiento- ya nunca más veré lo que antes veía… Me dejaste a ciegas, maldita…

–Calla y dibuja Oráculo.

Esta vez, HERcules no necesitó de su afilada compañera para acabar con la conversación de un tajo. El Oráculo, aún conmocionado a partes iguales por la brutalidad del combate y por la reciente pérdida de sus dotes, tatuaba ahora en el cuerpo de la heroína lo que antes no había alcanzado a predecir, la muerte del Rey Mandril, el gran dictador de la famosa colonia espacial de Júpiter, el que sería el último trabajo de HERcules.

La sangre del monarca que hizo de la cobardía el motor de su astucia aún recorría la espalda lacerada de HERcules mezclándose con la propia sangre de la joven más odiada por Hera en toda la galaxia conocida. HERcules era consciente de tal maridaje, y se relamió a pesar del dolor (¡sí, resultaba extraño que la aguja empapada en tinta le hiciera sufrir más que lo picotazos de las aves del lago Estinfalo! Por eso se tatuaba cada victoria, otra nueva expiación de la culpa, otro nuevo reto en el Camino de la Espada y de la autosuperación). Pero, en cierta manera, tras estos extenuantes doce trabajos, su parte extraterrenal le había ganado camino a su mitad humana, por lo que ahora sentía un perverso placer al rememorar el desenlace de la confrontación con su enemigo. Porque cuando HERcules separó la cabeza del rey Mandril del resto de su cuerpo, con ella rodó por el suelo toda la compasión que habían impedido que en estos doce años la heroína no hubiera arrojado al monarca a su propio jardín de plantas carnívoras. La misma compasión contingente en la que el Oráculo de Delfos había confiado tan ciegamente que hasta nubló su visión de este sorprendente final.

Lo que el Oráculo, extranjero en esa nueva condición suya al extrarradio de la precognición, tampoco llegó a acertar fue el motivo por el que HERcules se revolvó contra aquel al que había servido durante tantos años por voluntad propia como expiación de sus culpas de su antigua vida en el planeta que sujeta Atlas….

Eros… Las letras del nombre del hijo de Afrodita se repartían en las falanges de sus dedos, también como una terrible premonición. Eros mandando en su mano derecha y en su voluntad cuando el Rey Mandril –llamado Euristeo en los tiempos terrenales, mucho antes de sufrir aquella mutación que lo convirtió en mitad mono en su primera batalla por la colonización de Júpiter- encargó a HERcules el único trabajo que la semidiosa se negó a cumplir y por el que acabó con la vida del rey: matar al Oráculo de Delflos.

La Hidra de Lerna pareció cobrar vida en su brazo cuando con un ágil movimiento de adelante hacia atrás HERcules alzó la katana que terminó por aterrizar en el cuello del Rey Mandril que, malherido, intentó apuñalar a HERcules, y al honor de todo guerrero, por la espalda. Fue un abrupto final, sin gloria ni épica para el vencido, que murió como vivió, sucio entre el polvo levantado por sus propias trampas.

Ahora, todo había terminado, todo había estallado en el suelo como el cráneo del Rey Mandril contra la tierra árida de Nueva Wisconsin. Los absurdos encargos, el peso de la culpa, los viajes interestelares, incluso, la asfixiante sensación de que el destino pende de unos hilos manejados por esos dioses locos. ¿Ahora qué, papá? –alzó la vista como retando a Zeus – Tu niñita es libre.

Libre para poner rumbo a Erytheia, libre para decir que no al Olimpo (¿qué más paraíso que las orillas de esa isla entre columnas, sus columnas?), libre para poder mirar, por fin, al Oráculo cara a cara y no sentirse invadida, violada, intimidada. Libre para amarla. Para entrelazar sus piernas con las largas piernas del Oráculo de Delfos.

-Yo que antes otorgaba respuestas, ya sólo me quedan preguntas. Así que ahora, dime, ¿qué harás?-preguntó la joven que era el Oráculo despojada, por fin, de la mirada de anciana que tienen los ojos de quien ve el pasado, el presente y el futuro-.

-¿Ahora? Vivir y besarte. Creo que puede ser un buen plan. ¿Lo ves bien?

-Lo veo, HERcules.

Ilustrado por

David Rendo

Texto de Tamara García

Tamara García (Cadiz, 1981) es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad de Sevilla. Desde que obtuvo su titulación en Periodismo trabaja en la sección de Cultura de Diario de Cádiz. Ha publicado poemas, relatos y artículos de opinión en diferentes obras colectivas como el libro-denuncia Los Mojosos quieren volver a Casa, el poemario 65 Salvocheas o la recopilación de artículos Sin Comillas, entre otros. Fue finalista del premio Cádiz de Periodismo en 2014, mientras que un año antes fue distinguida con el Premio Paco Navarro por su labor como crítica del Carnaval.

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