Oronte en llamas

Ilustración: Daniel Parra
Texto: Jaume Negre

Despierto con la espalda aplastada por el peso de los siglos. Tengo manos de niña, piernas endebles de niña, hombros puntiagudos de niña y el mundo es para mí un Neso rampante que me amenaza con sus cascos. Alargo la mano en busca de Deyanira pero no está a mi lado. Lejos queda ya el suntuoso lecho de palacio. Ahora reposo en un catre entre cuatro paredes sucias. Una voz me susurra: «fuiste Gilgamesh en Babilonia, Heryshaf en Egipto, Bahram para Zorastro y Melqart entre los fenicios, pero todos te conocen como Hércules, hijo de Zeus y Alcmene, héroe entre los héroes, estandarte entre los hombres de la Fuerza y la Virtud; matador de leones, domador de Cerbero, salvador de Prometeo». Mucho ha pasado desde entonces y el Tiempo, que todo lo devora, no ha dejado rastro de aquellas proezas, alejadas y disminuidas por el prisma de las edades. Ahora me llamo Rasha y soy una niña de ocho años que tiembla bajo la lluvia de las bombas que caen sobre Homs. Mi padre se llama Hani y, al contrario que Zeus, ningún poder tiene sobre los hombres o los elementos, más bien los teme. Tengo una madre que responde al nombre de Sana y un hermano de cuatro años llamado Firaz.

Hace meses que no conocemos el reposo ni el solaz. Una noche cruda, un río de hombres con el rostro en sombras y las bocas erizadas de colmillos penetró en la ciudad, primero como un goteo y luego en desbordante crecida. Venían armados y anunciaban la muerte y se hacían llamar «Libertadores». Como negras arañas se encaramaron a los edificios, se acodaron en las ventanas, se parapetaron tras los carros y abrieron fuego. Y otros hombres venidos de no se sabe dónde se apostaron en el extremo opuesto de la ciudad y respondieron al fuego con el fuego, al acero con el acero y al odio con un odio aún mayor. Estos se hacían llamar «Autoridad». El fuego cruzado atrapó en sus redes a todos los peces del mar sin distinción de edades ni condición ni género. Pero los pescadores no se detuvieron y ya no supimos dónde mirar, dónde ir ni qué hacer, porque los caídos estaban en las calles y en las plazas y en los jardines, y algunos eran nuestros vecinos o nuestros amigos o nuestros hermanos, y aquellos que nos eran desconocidos también tenían sus propios vecinos, sus propios amigos y sus propias familias. Y ante todo aquello yo me sentí impotente porque mis manos, las mismas bajo las que sucumbió el monstruo de Lerna y domaron al toro de Creta, son ahora pequeñas e inofensivas como el vuelo de un gorrión. He rezado a mi padre Zeus pero ya no responde, le he pedido fuerza y valor y entereza pero no parece escuchar, y mucho me temo que me ha olvidado o que murió hace mucho con el mundo que me era familiar. Si mis manos pudieran.

Sin aviso un día los aviones oscurecieron el cielo y la muerte se precipitó sobre nosotros en forma de tormenta. El firmamento de Homs se convirtió en un tapiz de gigantescas cruces homicidas. Las bombas tumbaron las casas y aniquilaron a los amantes en el fulgor de la vida que huía; derrumbaron el techo de los hospitales y segaron la vida de enfermos y convalecientes; aplastaron los colegios y abrasaron las semillas más preciadas de nuestro pueblo. Apenas unas horas nos bastaron para armar una huida con una maleta y escasas pertenencias: ni un hueco para el recuerdo, ni un resquicio para lo que fuimos o queríamos ser; solo una carrera ciega para escapar de los chacales de la muerte. Atrás quedó nuestro hogar y tantos rostros que no volveremos a ver, tantas caras que solo podremos evocar en la noche rasa del campamento extranjero: bajo los escombros, mutilados por la bala, desfigurados por el llanto, sumergidos en las aguas del Oronte en llamas, el umbral del infierno.

Ahora cruzamos el desierto en manos del desconocido, del intérprete, del traficante. Nada pueden mis virtudes ni mis poderes que antaño perdí. No hay manzanas que arrebatar a las Hespérides ni cierva que atrapar en Cerinea; ya no hay Troya que saquear. Los gigantes no responden al nombre de Gerión o de Atlas, ahora se llaman Frontera y Visado. Otros Trabajos esperan en tierras de las que nunca oí: Zawiya, Miratovac, Roszke, Belgrado, Viena, Calais… Cuentan que más allá de ellas está lo que buscamos, que al otro lado del mar y de los montes y de las alambradas el sol es cálido y los prados verdes y los ríos rebosan hidromiel. Dicen que allí viviremos felices entre los Hiperbóreos. Pero yo miro al cielo y no diviso el Olimpo, y soy joven y endeble y tiemblo con el viento y la mirada lasciva de los hombres, y no sé cómo voy a salir victoriosa de tales empresas, y por ello lloro a escondidas cuando la noche vence al día. Por primera vez, Hércules, hijo de Zeus, héroe entre héroes, rey de los hombres, el más justo, fuerte y bello, teme. Por primera vez Hércules conoce el Miedo. ¿Oh, Zeus, acaso no te conmueve mi llanto?

¡Oh, padre, por qué me has abandonado!

Ilustrado por

Daniel Parra

Texto de Jaume Negre

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