Los Semidioses también Mueren

Ilustración: Dani Molina
Texto: Joselito Ramone

Poco existe en este mundo con la gravedad de los cipreses. Son la antesala al fracaso más absoluto y sin embargo se erigen verdes, vibrantes. No se puede esconder nada ante ellos, sus ramas nos arrancan – con mayor o menor delicadeza- todo cuanto fuimos. A veces ardemos y, formando hermosos destellos de luz, crepitar sereno de lo que se sabe finalizado o denso humo gris, negruzco que grita la edad a la que hemos de marchar, damos por terminado nuestro paseo más terrenal y tangible: nuestra vida. A lo largo de muchos años he viajado por multitud de lugares que me he permitido visitar, he desterrado mis miedos en profundos océanos y he vuelto a amar la luz del sol en la arena de islas jamás conquistadas. Hoy sin embargo mi cuerpo pertenece más al ciprés que a la posidonia. Los mares ya no se separarán ni se unirán por mí. Ya es hora de pisar la tierra firme con la determinación del capitán que jamás pensó en abandonar el barco. Es mejor escribir aquí mi historia, tomando con mis manos la tierra aún blanda y arcillosa y dando forma a lo que soy por lo que fui. Pronto empezará a secarse esa tierra y se desmoronará: entonces, estaré perdido porque ya jamás podré volver a representar todo cuanto viví con la intensidad del rayo.

De niños, solía ir con unos cuantos amigos todas las tardes, por un camino que había tras mi casa, hacia lo alto de la peña que daba nombre a nuestro pequeño pueblo, toda cuajada de árboles, de arbustos y de un aire que nos traía la sal y el rumor de la ciudad. Éramos una bandada efervescente de almas que buscaban aprender rápido a aprovechar las corrientes que el aire nos otorgaba y salir volando de aquel lugar que hoy casi ni existe en los mapas. Atravesábamos los campos sembrados con trigo, tan crujiente y luminoso, a eso de las 4 de la tarde. El camino discurría parejo al río –donde a veces nos refrescábamos, especialmente en el asfixiante verano en el que cumplimos 10 años- y el entretenimiento consistía en identificar el canto de los diversos pájaros que por allí vivían, o arrojar pequeños guijarros al agua y observar en las ondas cómo se expandían nuestros sueños. Todo nos parecía maravilloso a esa edad, tallar un palo con ayuda de otro, o simplemente con las manos, era una tarea que nos permitía sentirnos sabedores del conocimiento ancestral de las cosas sencillas. Una vez llegábamos a lo más alto de la peña buscábamos alguna encina, retorcida y fuerte, a la que subirnos y simular que veíamos el mar u otros horizontes. En aquellos años éramos capaces de todo: de identificar cada uno de los árboles que daban sombra a nuestra infancia, de ver el mar aunque no se viera, de imaginar una ciudad dominada por el ruido de los mercaderes y de las naves que parten, por la sal que transporta el viento. En nuestra infancia fuimos todo lo que nos propusimos, y nos propusimos tantas cosas… Incluso que llegaríamos a alguna isla y la gobernaríamos con absoluta sapiencia y voluntad. En este momento de la vida no está mal que lo diga: fui el más valiente de cuantos aquí nacieron. Otros tardaron mucho en ver el mar de verdad, prefirieron quedarse con la tristeza de los abedules y el discurrir sereno del río. Yo en cambio preferí la bravura del mar y la alegría de los puertos; y en un batir de alas tan fugaz como infinito les dije a mis padres que me iba a buscar otros lugares donde hacerme viejo.

El día en que vi el mar por primera vez supe que estaba por fin en mi sitio, fantaseaba –aún demasiado niño- con ver alguna sirena, enamorarme de ella y perseguirla por el ancho mar, por cada confín, por cada non plus ultra. El mar por primera vez me daba lo que hoy me ha de quitar la tierra. O quizás la tierra me dará hoy lo que antes me dio el mar: la satisfacción de saber que hago lo correcto.

Cada día más en el mar era la culminación de un sueño y cada día que pasaba me daba cuenta de que no quería dejar descendencia. Quería – ahora que mis padres habían muerto- ser sólo de esa sensación tan fresca que dan las velas cuando se despliegan y se hinchan, no pertenecer a nadie, pasar tan de puntillas como la brisa que baña las costas en las noches de verano. Jamás fui tan libre. Jamás estuve más alejado de la muerte. Éramos el mar y yo un único cuerpo que se deslizaba por la vida formando olas tan hermosas como lo es saberse vivo. Di forma a las mayores hazañas, derroté a las más temibles criaturas, mi nombre volaba de barco en barco y forjaba leyendas así como se forjan anclas. Sin embargo, a medida que cumplía mis sueños mi cuerpo cada vez era más pesado, ya no flotaba de la misma forma por las noches, ya no. Ahora mis manos –ajadas y duras- no podían sostener con la suficiente fuerza este corazón mío que se desbandaba por los océanos.

De una forma u otra llegué hasta aquí, sin saber bien por qué este puerto y no otros tantos. Pero un día supe que el mar ya no me necesitaba tanto como yo a él y decidí no ponerle las cosas difíciles. Paré aquí y esta ciudad empezó a escuchar mis historias hasta hoy, que he decidido ser fiel al que un día fui y no pertenecer a nadie. Hoy dejaré la tierra, así como un día la cambié por el mar. Así como un día lo cambié – de nuevo- por la tierra.

Adelante, valiente.

Ilustrado por

Dani Molina

Texto de Joselito Ramone

Joselito Ramone es el alter ego de José Antonio Nieto Jiménez, nacido en Sevilla en abril del 88. Trabaja como maestro de primaria y alterna su pasión educativa con su pasión literaria dirigiendo junto con Daniel Martínez Romero la revista de poesía Anonimato y con su pasión musical ejerciendo de pinchadiscos.

Ferviente admirador de Cortázar sueña con la levedad de su prosa, con el trotar sublime de la escritura del argentino.

Con una actitud vital y curiosa explora todas las facetas hermosas de la vida, aprovechando el tiempo para aprender y amar.

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